Pronunciar el nombre de alguien lo mantiene vivo, le permite dar valor a su historia.

Todos aquellos que tuvieron que huir de Europa del Este durante la primera mitad del siglo XX tienen una historia que merece ser contada.

La vida se volvió imposible y aunque salir implicaba dejarlo todo: casa, bienes, ancestros, comidas, sabores, olores, canciones de cuna, idioma…todo, la opción era morir.

Ellos se salvan para darnos oportunidad a nosotros, los que ya nacimos en países libres, sin antisemitismo, sin guerra. Algunos llegaron a México, otros a Cuba, algunos a la que entonces era Palestina y poco tiempo después se convirtió en Israel. Todos querían llegar a América, ese país de sueños cumplidos, de dinero a carretadas, de oportunidades sin límites, pero las cuotas no lo permitieron. Para muchos no hubo una estatua, pero para la mayoría sí hubo un país que los acogió, en el que hicieron familia, amigos, negocios, a veces enormes fortunas.

(Pronunciaré sus nombres empieza con la muerte de Moishe, mi adorado abuelo, ese día en el que se detiene su vida y comienzan así las historias que siempre se cuentan en torno a los que ya no están. Volvemos a Kiev a donde Moishe es el hermano mayor de siete y el encargado de abrir el camino hacia un nuevo continente. La novela termina con la muerte de Hanna, mi abuela y una de las mujeres más asombrosas que he conocido. En medio se entrelazan guerras, amores escondidos, pasión de vida, lucha. Sueños a veces demasiado lejanos.

Al pronunciar sus nombres logro convertirlos en tinta para que permanezcan, trasciendan y hablen por todos aquellos que nunca pudieron hacerlo.